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Distrito Federal: ciudad adentro

Más allá de sus museos, gastronomía, cultura y riqueza histórica, el destino guarda secretos que merecen ser descubiertos y que sólo aparecen cuando uno está allí dispuesto a vivirlos. En esta nota propongo una guía diferente para aventurarse puertas adentro de una ciudad que santifica las fiestas, venera la muerte y enaltece los rituales.

“Como siempre, cuando me alejo de ti, me llevo en las entrañas tu mundo y tu vida, y de eso es de lo que no puedo recuperarme. No estés triste, pinta y vive. Despierta. Despierta corazón dormido.” Escucho un susurro, una voz familiar que me inquieta. Es Frida que me desvela. Ya no estoy en México. Hace rato dejé la ciudad que durante mucho tiempo habitó sólo en mis sueños y que luego se convirtió en mi casa. Por los azares del destino me tocó vivir algunos meses en Ciudad de México. Vivir: trabajar, soñar, dormir, comer, rezar y amar en el brutal Distrito Federal. Ni cosmopolita, ni sincretista, ni una de las urbes más importantes de América Latina, Ciudad de México es un monstruo gigante, arrasador, inquieto, arrogante, intrépido, abusivo, envolvente, magnético; o sea, si el Distrito Federal fuese un hombre, estaría perdidamente enamorada.

Más allá de sus museos, gastronomía, cultura y riqueza histórica, el destino resguarda secretos que sólo aparecen cuando uno está allí dispuesto a descubrirlos. Así que antes de continuar el lector debe saber que esta nota no pretende ser una guía turística. Simplemente propone aventurarse puertas adentro de una urbe que ostenta una sociedad que santifica las fiestas, revaloriza la muerte y que cumple a la perfección, sin saltearse ninguno, los rituales más ancestrales.

COMER, BEBER Y AMAR.

“No puedo creer que la gente coma en otro lugar que no sea en una cantina”, afirmo con seguridad localista. “Ya lo entendiste todo mi reina”, responde mi compañero mexicano. Mi guía experto en cantinas me invita a descubrir un mundo pensado para comer y beber, casi sin límites.

La cuestión es simple: se come todo lo que se pueda mientras se beba. Los menúes (más de 100 en algunas cantinas) se dividen en cuatro tiempos y se acompañan con una bebida, alcohólica para que tenga gracia, e incluyen sopas, ensaladas y platos fuertes. Las hay de todo tipo y presupuesto, y en cada una de las colonias (barrios para nosotros) existen varias. En la Tacubaya, La Colonial supo albergarme más de una vez. Allí deben preguntar por José, el mejor mesero de la casa, y saludarlo de mi parte.

A tan sólo 4 horas del DF, el famoso bar incendio, FBI para los amigos, es una cantina de verdad, de las de antes, oculta entre las calles de Guanajuato, la ciudad más romántica del mundo.

Si bien en el establecimiento sólo se puede beber, apenas convidan con unos snacks, vale la pena cruzar las puertas cantineras, de madera gastada, para conocer la fisonomía de los antiguos establecimientos. Hasta hace muy poco tiempo, las mujeres teníamos la entrada prohibida, y todavía hoy los mingitorios, a plena vista, conviven a la perfección con los murales que retratan a María Félix, Jorge Negrete y Agustín Lara, entre otros famosos personajes.

MIS REFUGIOS.

Si bien la Casa Azul de Frida Kahlo es uno de los puntos turísticos que figuran en todas las guías del DF, también se trata de un refugio para muchos mexicanos. Además de exhibir la intensa relación que existió entre Frida, su obra y su casa, en el patio de la magnífica residencia que la artista compartió con Diego Rivera, se respira un aire diferente, como si la famosa contaminación de Ciudad de México no hubiera alcanzado a entrar nunca. Ideal para sentarse a leer, estudiar o sólo pasar el rato, en las bancas del patio el tiempo transcurre a otro ritmo. Es un espacio cargado de la energía de los geniales pintores, famosos por sus obras y su turbulenta relación. Un verdadero refugio plagado de amigables espíritus.

“Tengo que ir al Castillo de Chapultepec. Vivimos a cinco cuadras y no he entrado nunca. No puedo volver a Buenos Aires sin haberlo conocido”, le reclamo con insistencia infantil a mi compañero mexicano. “Vamos si quieres, aunque sólo vas a ver muebles viejos”, me retruca. Finalmente vamos, y aunque vemos algo más que muebles viejos: los murales de los geniales Orozco, O’ Gorman y Siqueiros, por ejemplo, lo más impresionante del Castillo es la vista del bosque de Chapultepec. Asomarse a la magnificencia de México es, sin temor a equivocarme, uno de los imperdibles del famoso recorrido. Desde allí, el brutal DF tiene otro rostro, uno mucho más amigable y pacifista.

“Si me apuras”, insiste mi mexicano, “El bosque de Chapultepec es mejor que el Central Park”. Y aunque todavía no conozco al parque más importante de Estados Unidos, aún sin haberlo pisado nunca, estoy segura que mi refugio en Chapultepec no tiene parangón.

SANTIFICARAS LAS FIESTAS.

No se trata de una alternativa, es un mandamiento. En el DF se vive de fiesta. Es una actitud, un deseo, un modo de andar en la ciudad. Por eso el destino ostenta una amplia cantidad de tradicionales salones de baile. Por lo general, las entradas y bebidas son muy económicas y el ambiente es ideal para disfrutar de una noche de baile: porque de eso se trata, de bailar.

Los salones ofrecen todos los ritmos: danzón, mambo, rumba, cumbia y salsa. La “catedral de la salsa y la rumba”, el Tropicana, es uno de ellos. Ubicado en la famosa Plaza Garibaldi, el salón abre todos los días desde temprano; mientras que el Gran Fórum está catalogado como el más grande de México, con capacidad para 3 mil personas y más de 20 años de tradición. Pero, mi preferido es el Hidalgo, ideal para bailar salsa, cumbia y son cubano, y escuchar en vivo a algunas de las bandas más conocidas del país.

EL CORONA.

Desde 1928, el Salón Corona es un punto de reunión. Durante los 70 y 80, el Corona albergó a los estudiantes que militaban en favor de la descolorida izquierda mexicana. Y desde siempre reúne a todos los que gustamos de beber cerveza y comer tacos. En la sucursal de Bolívar 24 del Centro Histórico, hay que ubicarse en la mesas de adelante para dejarse atender por Domingo, uno de los meseros con más antigüedad en el recinto. Y no dejarse confundir por el nombre del local, si bien se sirven cervezas de la marca homónima, es casi un pecado pedir una de ésas en el famoso Salón. Se deben ordenar unos tarros de medio litro o unas cañas de 250 ml., de claras u oscuras, y brindar por regresar.

LOS BELLOS Y LAS BESTIAS.

Tengo que pedirle un favor a los lectores. Tengo que rogarles que no se vayan, que no se detengan ahora, que durante este apartado, éste nomás, abandonen sus creencias, sus prejuicios, sus convicciones y se animen a saber cómo vivió esta cronista su experiencia en el ruedo. Porque desde la plaza de toros más grande del mundo, así pregonan los locales, la sensación es completamente diferente a la que uno tiene afuera. Ahí, en medio de ese esplendor de gente, de música en vivo, de venta de lo que sea, la corrida se asemeja a un baile entre bellos y bestias. No se trata de arte, no intento convencerlos con semejante argumento, sino de una aventura por la que hay que pasar si se vive en la sociedad mexicana. Un espectáculo inolvidable, imposible de comparar con cualquier otro.

Es tanto lo que hay que saber: las reglas, los aplausos, los abucheos, las señas del juez de plaza, el quién es quién de los matadores y los ganaderos, que sería imposible intentar un esbozo de explicación en esta crónica. Lo más importante es que me tocó ver a los mejores de México y del mundo. A los más bellos con las mejores bestias, en un baile mortal y grandioso, y descubrir como sobre el final de la tarde, cuando el sol cae al otro lado del horizonte, la orquesta en vivo comienza a desarmar sus filas y algunos asientos se vacían, el traje del matador brilla aún más. El maravilloso atavío del torero resplandece, sus pasos se agigantan, la adrenalina le da paso al júbilo, y todo es fiesta y ovación en la Monumental Plaza México.

LOS OTROS.

Ni el Museo de Antropología, ni el de Bellas Artes, ni el de Historia, ni el de Rivera: ninguno de los que figuran en una guía. Los otros museos, los de los domingos, los de todos, los de adentro. Las perlas escondidas del DF, esas inolvidables recorridas que alimentaron mi alma. Localizado en Pino Suárez 30, en el Centro Histórico de la urbe, en el antiguo Palacio de los Condes de Santiago de Calimaya, el Museo de Ciudad de México es un ejemplo de perfección en pequeña escala que ofrece una muestra de los procesos de cambio que ha sufrido la urbe. También se exhiben exposiciones de los movimientos sociales que han influido en la vida de la metrópolis. Pero lo que convierte en único al museo es la Casa de las Mil Ventanas, el estudio del pintor Joaquín Clausell, uno de los más grandes representantes del impresionismo en México. Muchas veces invisible a la vista de los visitantes, el espacio, que se ubica en la azotea del palacio, invita a perderse entre pequeñas escenas pintadas al óleo en una impresionante mezcla de paisajes, personajes mitológicos, símbolos, miradas, alegorías, espíritus y mares revueltos.

Si el amor pudiera elegir donde radicarse, no tengo dudas de que se alojaría en el Museo José Luis Cuevas. A mediados de los 70, el multifacético artista logró reunir una gran colección de obras de colegas latinoamericanos, con el deseo de crear un museo que llevara su nombre. Durante algún tiempo esta obra, que constantemente aumentaba, estuvo bajo resguardo en las bodegas del Museo Carrillo Gil. Después de una intensa búsqueda del espacio ideal, Cuevas encontró un viejo edificio en ruinas, muy cerca de la Academia de San Carlos, que luego de una importante restauración fue inaugurado como el Museo José Luis Cuevas. En la actualidad, más de 1.800 obras de artistas de todo el mundo forman parte de la colección permanente del espacio. Sin embargo, la propuesta de Cuevas va más allá, al exhibir un amoroso recorrido en honor a su compañera Beatriz del Carmen. Es tanta la ternura que expresa el escultor a través de las fotografías, autorretratos y extractos de su correspondencia, que es imposible no sentirse conmovido por los amantes, imposible no creer en la felicidad de a dos luego de leer: “Nuestro amor va más allá de nuestra desaparición física. Hemos pedido que nuestras cenizas sean colocadas en un cofre que yo he diseñado porque no tolero imaginar estar separado de mi amada. Con ella descubrí el color”.

TIPS PARA EL VIAJERO

Las corridas: la Monumental Plaza México se localiza en Augusto Rodin 241, en la Colonia Noche Buena, en la Delegación Benito Juárez. La temporada de toros arranca entre septiembre y octubre, y finaliza en febrero. Los precios de los boletos varían dependiendo de la ubicación, el segundo tendido es una opción económica y muy buena. Si se lleva una bota con vino la satisfacción está garantizada. Las cantinas: la mejor guía de cantinas es, sin dudas, la novela del mexicano Gonzalo Celorio, “Y retiemble en sus centros la tierra”, que propone una aventura al interior de las más reconocidas cantinas del Centro Histórico de la urbe. También existen otras alternativas más económicas. Localizadas en la Colonia Tacubaya y Narvarte, La Colonial y El Fuerte de la Colonia son dos excelentes posibilidades.

El baile: el Salón Tropicana se localiza en Plaza Garibaldi, en el Centro Histórico, y está abierto de lunes a domingo de 20 a 4; el Gran Fórum se sitúa en Cerro del Músico 22, en Churubusco (se llega con la línea 2 del subterráneo), abre los miércoles de 18 a 23; y los domingos de 16 a 22; y el Salón Hidalgo se ubica en la Avenida Hidalgo 115, en el 2º piso. Los días y horarios de baile son de martes a jueves de 14.30 a 22.30; los viernes de 16.30 a 1; los sábados de 16.30 a 24; y los domingos de 16 a 20. El Corona: el Salón Corona tiene cuatro sucursales, tres de ellas ubicadas en el Centro Histórico de la ciudad: Bolívar 24, Filomeno Mata 18, 18 de Septiembre 51 y Paseo de la Reforma 449.

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