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“Ya están en la esquina templando el tambor” (*)

(*) Letra de la canción “El tambor”, de Jaime Roos   Cada principio de febrero en Montevideo, los barrios Sur y Palermo abandonan su mansedumbre para ser escenarios de un auténtico paréntesis en el tiempo y el espacio. En sus calles se realiza el desfile de llamadas, en el que las comparsas de candombe hechizan a locales y visitantes con su tronar de tambores y su belleza mundana.

Algo anda pasando en el barrio Sur. Faltan dos cuadras para llegar a la esquina de Carlos Gardel y Zelmar Michelini, y el aire comienza a espesarse y a ingresar a los pulmones como una humedad palpable. Hace muchísimo calor en el barrio Sur, quizás consecuencia de este verano implacable, o a lo mejor producto de esa energía que reverbera de bailes y cantos con orígenes ancestrales. Es noche de desfile de llamadas en el barrio Sur: un paréntesis en el tiempo donde el dios Momo libera a sus fieras, prestas a raptar las almas de los terrestres, moldearlas al ritmo de los tambores y soltarlas nuevamente al mundo, a ver qué hacen con tanto poder acumulado. Un desfile en el que cada año cerca de 40 comparsas de candombe dejan todo en esa pasarela popular.

Quien escribe ya está parado en la esquina de Carlos Gardel y Zelmar Michelini. Un mundo paralelo a éste que habitamos desenmascara sin ninguna vergüenza todos sus pliegues: una señora gorda y negra –la “mamá vieja”– practica el baile, contoneando sus caderas al ritmo de tres tipos de tambores –el chico, el repique y el piano–, toda su humanidad hermosamente envuelta en una blusa y una pollera blancas y brillantes, atestadas de bordeados de canutillos. La flirtea un viejo, también negro y vestido con frac y galera azabaches, quien la rodea con sus movimientos espasmódicos con un bastón en una mano y un manojo de hierbas curativas en la otra. Por allí alguien instruye: “Ése es el gramillero”.

Hay que levantar la vista para que la historia se siga poblando de personajes. Con sólo exhibir la cámara de fotos, una chica esbelta y ampulosa hace brillar su ejército de plumas y lentejuelas frente a la óptica del lente; un poco más allá, en el marco de la previa, una bailarina adolescente se agacha para atarle las cintas de los zapatos de tacos a su amiga. De fondo, los tamborileros practican; sus tambores no paran de sonar, marean, provocan confusión y éxtasis con su mantra.

Se nota que esta rara población de personajes todavía no ha salido al ruedo. Algunos ensayan pasos; otros beben cerveza del pico; los más niñitos corretean, se detienen para bailar, y vuelven nuevamente a su rutina: jugar a la mancha, empujarse, reírse mucho.

Así son las primeras postales de esta historia, que comenzó hace cientos de años en África, y que ha logrado atravesar con furia y vida las nieves del tiempo: durante la época de la colonia española, muchos africanos eran arrastrados a estas latitudes como esclavos de las familias más notables de Montevideo. Tras ser abolida la esclavitud, estos ciudadanos –luego uruguayos– comenzaron a amucharse en arrabales comunes, entre los que se destacaron los barrios montevideanos Sur y Palermo. Así, echaban mano a un ritmo personalísimo, el candombe, que además de unirlos les hacía recordar su pasado africano y, de algún modo, tendía puentes hacia su origen, su historia.

Los tambores conforman la esencia de la comparsa. Y, por supuesto, del ritmo del candombe, que surge de la denominada “cuerda”, conformado por los ya mencionados tres tipos de tambores: piano, repique y chico.

EL FOLCLORE CIRCUNDANTE.

Algo nos devuelve a ese inframundo ubicado en la esquina de Carlos Gardel y Zelmar Michelini. A ambos lados de Carlos Gardel, sobre la acera, hay dispuestas largas filas de bancos y sillas donde, como cada año, la mayoría de locales y una minoría de turistas se sientan a presenciar el desfile de las comparsas de candombe. Si bien estas localidades deben abonarse (a precios módicos), también es posible presenciar el espectáculo de parado, en el espacio libre entre los bancos y los frentes de las casas.

–¿Y? Quién cree que va a ganar?

–Está peleado el asunto. A mí me gusta Serenata Africana – dice un uruguayo bigotudo, y enseguida desenfunda el termo de abajo del brazo y dispara: –¿Quiere un mate?

Claro, no es la única. También desfilarán otras tantas comparsas, muchas de las cuales remiten en su denominación a su origen africano: Reencuentro, La Facala, Los Niche, La Tangó, Senegal, La Restauración, Cenceribó, Retumbe de Encina, La Carpintera Roh, Makalé, Kilombo, LUC, Tucurucumba y La Mazumba, entre otras.

Un vendedor ambulante carga en su mano una precaria estructura de madera; de ellas cuelgan una veintena de máscaras (hay desde caretas de Mickey y Los Pitufos hasta otras que emulan el carnaval de Venecia), y algunas bolsas de papel picado.

Allí nomás corretean dos chiquillos. Uno provisto de un aerosol de nieve; la otra, indefensa. Rápida de reflejos, una mujer (posiblemente la mamá) le acerca a la niña una bolsita de papel picado, y entonces la corredera se hace torbellino. Vuela el papel picado de la mano de la niña a la boca del pequeño, y vuela también una ráfaga de espuma de nieve al cabello de la chiquilla. Nadie resulta lastimado, sino todo lo contrario: ambos pequeños se calzan unas sonrisas que dan dos vueltas a sus rostros.

CON EL ALMA AL AIRE.

Ahora sí, lo mejor está por acontecer. Divididos en grupos pequeños, una veintena de hombres negros y lubolos (blancos pintados de negro), ataviados con brillantes trajes de candomberos, acostaron sus tambores y los orientaron hacia pequeñas fogatas hechas con cartón, papel y restos de madera. Con tanto uruguayismo dando vueltas, la imagen remite a otro gigante de estas tierras:

“No hay dos fuegos iguales. Hay gente de fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas; algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende”. Eduardo Galeano.

Estas pequeñas fogatas con tambores alrededor tienen su cuota de ritualidad, pero también sirven para calentar el instrumento hasta que las lonjas adquieran una tensión adecuada.

Luego de un rato, convocados por un tamborilero que hacía las veces de líder, los más de 60 ejecutantes comenzaron a formar fila. Al poco tiempo, los tambores sonaron. Como para empezar, lanzaron pequeños toquecitos contra la madera; a los cinco minutos expulsaron truenos ensordecedores a diestra y siniestra.

Al inicio de la formación, un hombre de esa comparsa hacía flamear una bandera inmensa por sobre las cabezas de los espectadores. “¡A mííí!, “¡a mííí!”, berreaban algunos pibitos, para quienes tocar la flameante bandera con sus manos equivalía a meter un gol de zurda y en el ángulo superior derecho. Y el portabanderas les hizo el pase gol: volvió sobre sus pasos, tomó la inmensa bandera y la hizo flamear nuevamente sobre las cabezas de los pequeños.

Tras el portabanderas afloraron otros integrantes de la comparsa que sostenían diversas figuras, banderas y muñecos, muchos de ellos remitiendo a estrellas y medialunas. Estos últimos símbolos están presentes en la religión islámica, que los africanos portaban consigo antes de llegar a tierras rioplatenses.

El trueno de tambores atravesaba cuerpos y almas. Hablar se tornaba inútil: mejor escuchar, bailar, dejarse invadir por ese escándalo que hacía bullir la sangre y convertirse indudablemente en un soldado listo para una rebelión cuyo objetivo era la libertad.

Entre lunas y estrellas recién bajadas del cielo hicieron su aparición el “gramillero” y la “mamá vieja”. Esta vez –debido a que bailaban de cara al público–, más jugados que nunca en sus marchas y contramarchas de flirteo. A la señora le importaba un pito el paso y el peso de los años: el meneo sensual de sus caderas imponía el ritmo al juego amoroso; toda ella engalanada con un vestido blanco como el sol, sus brazos cubiertos de gasa bordada con flores y lentejuelas, su abanico moviéndose con gracilidad, incitando al “gramillero” a un ataque amoroso que siempre encontraría (y encontrará) barreras para el desembarco.

Los siguieron el “escobero” (personaje que hace malabares con una escoba) y un bailarín que emanaba manojos de sonrisas, los depositaba en sus manos y los echaba al público con total extroversión. Detrás de ellos, el cuerpo de baile –muchos de sus integrantes niños, padres y abuelos que desfilan juntos en cada llamada– montaba con valentía el indomable trueno de los tambores, entregando sus cuerpos a una danza que unía tiempos anacrónicos.

Iba cayendo la tarde. Hacía un calor de la gran siete, que sólo se aplacaría con otra Pilsen recién salida del freezer de aquel kiosco.

Pero el kiosco se mantiene allí por varias horas más. No obstante, lo que está por suceder no va a durar eternamente. Danzando sobre el filo entre la tarde y la noche se presenta ella, la vedette. Una mulata que en la rutina montevideana podría haber pasado desapercibida, pero que en esta realidad que es sueño se abre paso como una monarca, cuya blanquísima sonrisa antecede a un voluminoso y escultural cuerpo.

Su corona –un penacho de enormes plumas rojas– trata, sin éxito, de contener su cabello mota. Con lo milimétricamente justo, su atuendo dorado de lentejuelas y cortinitas de canutillos tapa sus zonas púdicas, que de todas maneras se revelan para exhibirse. Sonríe y hace flamear sus larguísimas pestañas mientras baila frenéticamente, mirando directamente a los ojos a los hombres y mujeres a cada lado de la calle. Sus piernas, dos troncos de algarrobo sobre dos pares de tacones altísimos, parecen levitar sobre el pavimento. La secunda un ejército de tambores que desembucha repiqueteos a rabiar: es la reina de la noche. Una noche que patentiza el significado de la palabra libertad, que llega para quedarse, que aporta una luna amarillenta como una lonja de tambor. Una noche de baile y desenfado, como le gusta al dios Momo. Una noche de la que nunca se sale igual a como se arribó.

TIPS DEL VIAJERO

Fecha y hora del próximo desfile de llamadas: jueves 4 y viernes 5 de febrero de 2016, cuando va cayendo el sol.

Lugar: Barrio Sur, Montevideo. Desde las calles Carlos Gardel y Zelmar Michelini, recorriendo Carlos Gardel e Isla de Flores hasta la calle Minas.

Informes: www.turismo.gub.uy / www.daecpu.org.uy.

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