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Corazón de Andalucía

Dividida en dos por el río Guadalquivir, la ciudad española de Sevilla combina su pujante presente con un apacible ritmo provinciano, regalándole al visitante una gran variedad de tesoros arquitectónicos e históricos, el inconfundible ritmo del flamenco y bellos paisajes urbanos.  

Ortega y Gasset la llamó “la ciudad de los reflejos”, quizás asombrado por los efectos producidos por la embriagante luz que anticipa el verano interceptada por las sombras de los toldos –aquí llamados velas– que cubren las calles peatonales para aliviar el paso de los transeúntes. Brillos torrenciales y claras y cálidas penumbras, como eclipses urbanos que sorprenden a quien pasea cada vez que dobla por alguna de las encantadoras callejuelas que se abren desde Sierpes, la calle principal del centro, peatonal al igual que su paralela Tetuán.

En el primer recorrido por Sevilla –eufórico, desordenado– todo se va yuxtaponiendo hasta conformar una múltiple postal que incluye coloridos frentes de color mostaza y ladrillo, elegantes enrejados de minuciosas formas geométricas, vidrieras con elegantes zapatos y sombreros, pequeñas iglesias de magníficas fachadas y decenas y decenas de bares y tabernas –uno más pintoresco y acogedor que el otro– con sus correspondientes terrazas sobre las veredas. Y algo más: los fascinantes azulejos presentes en casi todas las paredes e interiores, ya sean tiendas, confiterías, joyerías o casas particulares. Incluso adentro de los bares –cuyos pisos de deslumbrantes mosaicos también provocan el asombro– existen antiguos avisos publicitarios realizados en la más fina de las cerámicas.

Ciudad natal de Velázquez, Bécquer y Machado, la capital andaluza combina a la perfección su condición cosmopolita con un apacible ritmo provinciano que invita a caminarla relajamente.

TESOROS ARQUITECTÓNICOS.

Uno de los principales atractivos de Sevilla es la Catedral, monumental edificio –el tercero en tamaño del Cristianismo, detrás del de San Pedro, en Roma; y del de San Pablo, en Londres– que se inauguró en 1184 como mezquita musulmana y que con el tiempo –y el avance de la religión cristiana– se fue transformando con las construcciones de estilo gótico, renacentista, barroco y neoclásico que se le anexaron a partir de la Reconquista que encabezó Fernando III de Castilla en 1248.

Apenas se ingresa, los altísimos interiores y los enormes y bellos vitreaux causan el deslumbramiento del visitante, que es mayor aún cuando se enfrenta con el impresionante altar principal y –hacia el otro lado– con el descomunal órgano de 7 mil tubos. Además de las capillas y las numerosas y valiosas obras de arte expuestas en diferentes espacios –pinturas de Goya, Zurbarán y Murillo, entre otros–, la Catedral cobija parte de los restos de Cristóbal Colón y los de Fernando III y su hijo Alfonso X el Sabio.

Del período musulmán –el templo original fue derribado– sobrevive el antiguo alminar de la mezquita, torre conocida mundialmente como La Giralda. Sus 97 m. pueden ser recorridos a través de rampas lisas que facilitan el ascenso y permiten contemplar excelentes panorámicas de los exteriores –como los ciento cuarenta y nueve capiteles romanos y visigodos– y de toda la ciudad.

Allí, en las alturas, se distingue el río Guadalquivir, que divide a la urbe en dos, dejando del otro lado de la costa a los barrios más tradicionales: Los Remedios, Santa Cecilia y Triana. Este último –al que se llega cruzando el puente de Isabel II– es el que atrae a los turistas, que se instalan en las terracitas de la calle Betis, sobre el río, para contemplar por las noches la Catedral iluminada, postal que se completa con la sutil iluminación de la Torre del Oro. Construida en 1220, esta fortificación formaba parte del sistema defensivo de la ciudad y fue llamada así debido a que en sus primeros años tenía un revestimiento exterior de azulejos dorados cuyos reflejos bajo la luz del sol se podían ver a varios kilómetros de distancia.

LA BELLEZA DE LOS REALES ALCÁZARES.

El recorrido por las construcciones de mayor importancia incluye también el Ayuntamiento, el Museo Arqueológico, el Antiguo Hospital de las Cinco Llagas –que es hoy en día el Parlamento de Andalucía–, el Archivo de Indias, la Antigua Fábrica de Tabacos –donde actualmente funciona la Universidad de Sevilla–, el Museo de Bellas Artes, el Palacio Arzobispal, la Casa de Pilatos y el Palacio San Telmo.

Y, por supuesto, es ineludible conocer los Reales Alcázares. Situado en la Plaza del Triunfo, este conjunto de palacios y jardines se caracteriza por sus interiores que mezclan conceptos arquitectónicos y de diseño almohade, nazarí y mudéjar junto con rasgos de los estilos utilizados durante el cristianismo, dando forma a frentes, techos y rincones de meticulosa ornamentación.

En los exteriores sobresalen jardines de ensueño, una delicada fuente de bronce y una santa rita que –sostenida por una inmensa estructura de hierro– es, sin dudas, la más grande del mundo.

En cuanto a los templos religiosos, además de conocer la Catedral, merece la pena contemplar las sobrias fachadas de las parroquias de Santa Ana y San Esteban, la Iglesia del Salvador, el Convento de Santa Paula, la Iglesia de San Luis de los Franceses, la Basílica de la Macarena y la Iglesia de San Jorge, Hermandad de la Caridad.

LATIDOS GITANOS Y ACTIVIDAD TAURINA.

El zapateo, las palmas, la voz del cantor y los furiosos rasgueos de las guitarras convocan en El Palacio Andaluz. Ese magnífico despliegue de color, brillo, destreza física y virtuosismo musical representa la gran tradición sevillana, el flamenco. Canto y baile endemoniado y pasional cuyos orígenes musicales –mezcla de ritmos judíos, musulmanes e indios– se remontan al siglo XV, con la llegada de los primeros gitanos a Andalucía. Además de escuchar las voces y las guitarras y contemplar el baile –el movimiento de las manos, la inclinación de las espaldas, la ductilidad de las cinturas, el sudor transparente–, hay que prestar atención a los vestidos de las bailarinas, verdaderas obras de arte del diseño textil.

La pasión flamenca también reverbera en otros “tablaos” de la ciudad, como El Patio Sevillano, El Arenal y Los Gallos. Y es recomendable buscar los bares de Triana, donde se brindan espectáculos con artistas de menos renombre pero de igual calidad que los consagrados.

La otra gran tradición de Sevilla es –más allá de las controversias– la actividad taurina, que se desarrolla en la Plaza de Toros de la Real Maestranza. Situada en el barrio El Arenal, casi a orillas del Guadalquivir y a unas pocas cuadras de la Torre del Oro, esta bella y antigua plaza con capacidad para casi 14 mil espectadores es otro de los tesoros arquitectónicos de la ciudad. Aun vacía, deslumbra con su soberbia galería de arcos de medio punto, su magnífico Palco del Príncipe –reservado para la Familia Real– y su reja señorial en la denominada Puerta del Príncipe.

Tan lejos ahora, Sevilla retorna como soñada en una noche de verano, con sus encantadores patios y balconcitos del antiguo y pintoresco barrio de Santa Cruz; con su Calle del Beso, un estrecho pasaje de ensueño cercano a la Catedral; con sus nochecitas de cerveza en los bares de los barrios La Alfalfa y La Alameda; con los solemnes silencios de sus preciosas parroquias, y con sus reflejos nocturnos titilando sobre el Guadalquivir.

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