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Río de Janeiro: debajo de los caracoles de sus cabellos

Aunque para muchos resulte una sorpresa, la capital carioca puede ser recorrida en subte, lo que permite llegar a zonas o barrios que rara vez figuran en los programas turísticos tradicionales.

Si bien tuve la suerte de visitar Río en varias oportunidades, fue en la última de ellas -en marzo de 2006- cuando me enteré, azorado, de que la ciudad contaba con una red de subterráneo. Así que aquel día -inmediatamente después de alojarme en un hotel de Copacabana, y antes de cumplir con las obligaciones laborales que me habían llevado una vez más a la ‘cidade maravilhosa’-, me dispuse a realizar un recorrido trasladándome por los subsuelos de las avenidas y los morros. Previamente, en Buenos Aires, me había informado al respecto: son dos líneas administradas por la empresa Metrô Rio. La Línea 1, que va desde Copacabana hasta los distritos ubicados a espaldas del Corcovado; y la Línea 2, que parte desde las cercanías del centro y llega hasta los más alejados barrios periféricos, esos a los que Chico Buarque les dedicó la canción “Suburbio” en su último disco (“Allá no hay doradas muchachas expuestas/los que andan desnudos por tus barrancos son los diablos...”). Con envidia pude comprobar que los vagones son más anchos que los porteños y, no podía ser de otra manera, están equipados con aire acondicionado. Pero lo que más me llamó la atención fue que las puertas indican “entrada” y “salida”, de modo tal que las filas tanto para bajar o subir de los coches se forman prolijamente, evitando así los clásicos empujones que conocemos los argentinos. Inicié mi itinerario en la estación Siqueira Campos de Copacabana. La primera escala fue en Catete. Allí, apenas salí a la superficie, mis ojos se chocaron –literalmente- con un increíble edificio de estilo neoclásico coronado por cinco enormes e intimidantes águilas de hierro. Se trata del palacio Catete, ubicado sobre la calle del mismo nombre y sede del gobierno federal hasta 1960, cuando la capital federal fue trasladada a Brasilia. Ese mismo año se transformó en el actual Museo de la República, donde hay conservados 20 mil libros, 7 mil objetos y 80 mil documentos relacionados con la historia brasileña. Además funciona una librería, bar, restaurante y salas dedicadas a eventos culturales. Construido entre 1858 y 1886 para ser la residencia urbana de la familia del barón de Nova Friburgo, de origen portugués, se lo llamó entonces Palacio de Nova Friburgo. Su señorial fachada revestida de granito y mármol rosa y blanco, con claras influencias del Renacimiento veneciano y florentino, sobresale en este barrio de edificaciones coloniales por el que caminé un buen rato apreciando el color local que le brindan las numerosas peluquerías, supermercados, pequeños restaurantes y pintorescos bares. En cuanto a esto último, si se anda por el barrio de Catete es obligación entrar al bar Getúlio, ubicado haciendo cruz al Palacio y denominado así en homenaje al presidente Getúlio Vargas, que una vez cumplidas sus tareas sólo debía cruzar la calle para tomar un refresco o un café en una de sus mesas ocupadas por poetas y escritores, que es lo que yo mismo hice con sumo placer. Entre bohemio y moderno, aún continúa siendo frecuentado por artistas e invita a pasar un grato momento en compañía de excelentes platos y tragos. Apenas salí ya lo extrañaba. Desde allí me encaminé hacia el lado del mar y tuve la oportunidad de conocer el Jardín Histórico del Palacio Catete, un hermosísimo parque de 24 mil m que se extiende dos cuadras y media desde los fondos del edificio, más precisamente hasta la rua Praia do Flamengo y en paralelo a la rua Silveira Martins. En su amplio predio hay un lago artificial con tres puentes, una cascada, tres fuentes y numerosas sendas, además de especies típicas como la palmera imperial y el pau Brasil, que se mezclan con árboles de frutas típicas y exóticas. Caminando lentamente, disfrutando del canto de los pájaros, pude apreciar las ocho esculturas originales de 1896, provenientes de Francia, y otras dos de origen desconocido. A sólo cuatro cuadras de allí -hacia el lado de Copacabana, en la esquina de rua Praia do Flamengo y rua Dois de Dezembro– se encuentra el Castelinho do Flamenco, sin duda uno de los edificios más originales y bellos de Río. También conocido cariñosamente como el “castelhinho das brujas”, debido a improbables leyendas barriales, fue construido en 1918 como residencia del comendador Joaquim da Silva Cardoso, un millonario portugués. El adinerado personaje y su familia vivieron en el castillo hasta 1932 y a partir de ese año pasó por diferentes manos: fue vendido a una familia de Belo Horizonte, más tarde a un senador y, en 1983, cayó en desgracia, quedando totalmente abandonado. Finalmente, en 1989, después de un arduo trabajo de restauración, se transformó en el Centro Cultural Oduvaldo Viana Filho, nombre asignado en honor a “Vianinha”, prestigioso actor y dramaturgo. Como tal fue inaugurado en 1992 y actualmente dispone de una videoteca con más de 1.500 títulos y 14 cabinas individuales para video y TV por cable. Asimismo, en el segundo piso funcionan el auditorio Lumière, dos salas para workshops y una para exposiciones. En la cuarta planta se encuentra el Espacio Curinga, destinado a la lectura de textos dramatizados. En las instalaciones también funciona la Secretaría Municipal das Culturas. Posteriormente a esta visita continué mi derrotero en busca de la siguiente estación y camino a ella -hacia el lado opuesto del castelinho, y sobre la misma rua Praia do Flamengo- tuve la suerte de encontrar al legendario hotel Gloria. Sin dudarlo, después de apreciar su impecable fachada blanca, ingresé al que es uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, que durante décadas fue sede de las veladas sociales más glamorosas. Ya en el interior me sorprendí con sus señoriales ambientes donde todo, o casi todo, es de bronce, incluidos dos enormes ceniceros ubicados detrás de las elegantes columnas de la entrada. Además, en su lobby abundan brillantes muebles antiguos, inmensas y señoriales arañas, esculturas de diversos estilos y aristocráticas cortinas. Para despedirme fui hasta su parisina terraza, desde donde se puede contemplar la playa de Flamengo y el Pan de Azúcar. A sólo dos cuadras de sus instalaciones está ubicada la estación Gloria de la Línea 1. Desde allí, en apenas siete minutos, se llega a la estación Cinelandia, en pleno centro urbano. Ya en la calle, no dudé ni un instante en dirigirme hacia la antigua confitería Colombo para contemplar -otra vez, como en mis anteriores estadías- sus maravillosos espejos belgas y el deslumbrante vitreaux que adorna el techo. Café y cigarrillo mediante me dispuse plácidamente a deleitarme con las melodías del pianista que todas las tardes ameniza las jornadas. A medida que pasaban las mejores canciones brasileñas, no podía dejar de recordar las imágenes de mis primeras visitas: el hotel Lancaster, las interminables corridas hasta el mar sobre la ardiente arena de Copacabana, en compañía de mis padres y hermano; la brisa nocturna de Ipanema, los aladeltistas pasando a pocos metros de nuestra habitación en el hotel Nacional, mi primer beso… Y bien, con aquellos brumosos recuerdos en el alma me dirigí hacia la estación Uruguauaiana, no sin antes contemplar el magnífíco frente del Teatro Municipal. Así regresé al hotel, otra vez por debajo de la avenida Atlántica, las garotas, las palmeras, las voces de los vendedores ambulantes. Entre las sombras con aroma a maracujá del subsuelo de mi amada Río de Janeiro.

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