La historia se escribe con jeroglíficos grabados en la piedra. Con el imparable tesón que erige monumentos grandilocuentes. Con la anuencia del tiempo, el viento, la arena y el sol del desierto. Con siglos de relatos que se entretejen para llegar hasta nosotros, aquí y ahora, e invitarnos a recorrer unos 11.000 km. para admirar sus huellas.
Desde la habitación del Ramses Hilton, que balconea desde un décimo piso sobre el Nilo, la bruma es una impensada bienvenida en este viaje. Nada nos hacía prever humedades en estas tierras desérticas, pero la niebla recostada sobre las caóticas calles de El Cairo nos fuerza a postergar dos horas nuestro primer paseo y a dejar para la tarde las pirámides, ahora ocultas tras esta nube omnipresente.
Visitamos entonces el Museo de El Cairo, donde lo primero que sorprende es cómo los guías se orientan para crear un camino en la imposible superposición de más de 120 mil tesoros. Un escriba con las piernas cruzadas traspasa con su mirada delineada unos 4.300 años de historia. Joyas, vajillas, esculturas de granito y madera, muestran la vida cotidiana de este imperio. Cualquiera podría pasar varios días acá, deslumbrándose con cada pieza perfecta, pero sin dudas lo más fabuloso es el ala dedicada a Tutankamón. Sus siete sarcófagos, que encajaban perfectamente uno dentro de otro; el delicado trabajo de los collares de piedras de colores, joyas, amuletos, escarabajos, la legendaria máscara funeraria de oro con incrustaciones de cuarzo y piedras preciosas, hipnotizan con su poderoso brillo.
LAS PIRAMIDES DE GIZA.
Entre la niebla y el caos abrumador, inextricable, absurdo de El Cairo la vemos por fin. Una de las cúspides aparece un breve instante por entre la fluctuación espasmódica de los camiones, bocinazos, mototaxis, peatones, animales. Un fogonazo de emoción se enciende entre los pasajeros. Como si las tres no estuvieran allí, inamovibles, esperando visitas desde hace 4.500 años. Y allí están, Keops, Kefrén y Micerinos, tal como las retratan los libros de texto, las incontables fotos, el interminable imaginario. Pero con su aura, con su consistencia intacta, su aquí y ahora, su propia autoridad irrefutable.
Keops –la más alta de Egipto con 137 m. y la más antigua de Giza, 2570 a.C– resulta inabarcable desde su base, aunque aproximarse brinda la posibilidad de dimensionar las piedras. La altura de cada una de ellas ronda el metro y medio, y su peso las 2,5 t. Su rugosidad milenaria, su encastre perfecto, se ofrecen a la mano bajo la mirada torva de los agentes de seguridad. La perspectiva de sus líneas rectas que se alza hasta la cúspide del vértigo y su enorme base cuadrada invita a rodearla para verla desde otro ángulo.
Kefrén, con su revestimiento de piedra caliza en la punta, de 136 m. de altura, permite imaginar cómo, antiguamente, los tres enormes monumentos brillaban bajo el omnipresente sol.
Su silueta está vigilada por la Esfinge, que une el rostro de este faraón a un cuerpo de león. Imponente, custodiando el magnífico conjunto color arena, se entiende fácilmente por qué era el ídolo viviente para los egipcios, la representación del saber oculto.
Micerinos, la más pequeña de las tres pirámides de Giza -62 m.- ofrece su estrecha entrada para llevarnos al interior. Antes de entrar los guías advierten que no hay demasiado para ver. Un pasillo angosto en el que solo cabe una persona, una pasarela de madera que obliga a hacer equilibrio bajando hacia la profundidad oscura, de ecos, de sombras, de historias. Una cámara, y luego –más abajo, más estrecha, más oscura, más prohibida para los flashes– otra, seca y fría, en el centro exacto de la energía, donde apoyamos las manos en la piedra mil veces acariciada. Apenas esa energía para palpar en silencio: innegable, abrumadora, pesada como el tiempo.
Después de haber estado allí parece que poco pudiera quedar por ver, pero lo mejor es que en cada uno de los siguientes días del viaje, el asombro se renueva.
MENFIS Y SAQQARA.
En Menfis, capital del Antiguo Imperio, fundada cerca del 3100 a.C., sorprende una estatua de Ramsés II de 13 m. tallada en un solo bloque de piedra silícea.
Saqqara, una meseta desértica que comprende varias pirámides, mastabas y tumbas desde 3050 a.C. hasta la época cristiana, era su cementerio. Allí está la pirámide escalonada de Zoser, considerada como la construcción de piedra más antigua del mundo (3000 a.C): sus seis enormes niveles simbolizan la escalera que permitiría al faraón ascender hasta el cielo. Está rodeada de tumbas, un gran palacio con una impresionante galería de columnas, y varios montículos irregulares cuyos carteles de “prohibido trepar” no dejan dudas: debajo hay más por descubrir.
Papiros, esencias, mercados, fortalezas, mezquitas, iglesias, sinagogas y hasta rastros de la Sagrada Familia forman parte de un paseo que, sin salir de El Cairo, va y viene por diversas épocas y culturas.
EL NILO Y ABU SIMBEL.
Tras el caos completo de El Cairo, la llegada a orillas del Nilo, instalarse en un camarote flotante, y ver las verdes aguas del río bordeadas por la curvilínea promesa dorada del Sahara, se parece bastante a la paz. Quizá en este momento del viaje la sensación es que comienzan a respirarse las vacaciones. Estamos ahora en Asuán, una de las ciudades más australes de Egipto.
La primera tarde ayuda con un paseo más relajado: se trata de navegar ese río en un primer reconocimiento en una faluca –pequeña embarcación a vela– para llegar hasta el poblado nubio. Antes hay que cumplir con un par de rituales: sumergir los pies en las frías aguas de enero del Nilo, tocar las arenas del Sahara, montar un camello, y elegir el diseño de henna que nos tatuarán en el dorso de la mano.
El día siguiente nos reserva una de las sorpresas más fuertes del viaje: Abu Simbel. La salida, en convoy, se organiza a partir de las dos de la mañana. Los ómnibus avanzan en caravana hacia el corazón de África, mientras los turistas intentan recuperar alguna hora de sueño y se dejan despertar por el que será el primero de varios amaneceres en el desierto. El sol, redondo y frío como una moneda de oro, nos da la bienvenida sobre el lago Nasser.
Imponentes, los templos de Ramsés II y Nefertari se levantan en la orilla sur. El primero tiene 33 m. de altura y 38 m. de ancho, con cuatro majestuosas estatuas del joven y sonriente faraón (21 m.) que mira al amanecer sentado desde su trono, portando las coronas del Alto y del Bajo Egipto. El templo se construyó con tal exactitud que un rayo de sol cruzaba su interior hasta llegar a 55 m. de profundidad dos veces al año: justo en el aniversario del nacimiento y la coronación de Ramsés II. En esos dos días, un haz de luz se apoyaba sobre el hombro del faraón e iluminaba las representaciones de Amón Ra y Ra que lo rodeaban, dejando en la sombra a Ptah, señor de la oscuridad.
El templo y su grandiosidad causan tanto asombro como la historia mágica de su traslado, piedra por piedra, para poder construir la represa que buscaba poner las tierras egipcias a resguardo de los caprichos del Nilo. A pesar del despliegue técnico, los cálculos precisos y los modernos instrumentos de medición, el fenómeno no pudo reproducirse con exactitud: se atrasó un día y ahora ocurre cada 22 de febrero y cada 22 de octubre.
En el interior, la sala central está dominada por ocho estatuas del rey y las paredes están decoradas con imágenes de las grandes batallas de las campañas militares de Siria, Libia y Nubia.
A pocos metros de allí se encuentra el templo de Nefertari que en su frente reproduce las imágenes de Ramsés II, su esposa preferida y sus hijos.
TEMPLOS Y DIOSES.
A estas alturas, una de las preguntas más repetidas de los viajeros se vincula con el modo en que fueron levantados todos estos monumentos sin la ayuda de máquinas. Una breve visita echa algo de luz sobre los procesos de construcción. Se trata del obelisco inacabado, de 36 m. de altura, abandonado en su cantera tras haberse tallado tres de sus caras, por tener rajaduras. Así, permite apreciar los mecanismos que utilizaban los egipcios para desprender gigantescos pedazos de piedra que podían pesar más de 1.000 t. Se realizaban pequeños orificios para encajar cuñas de madera que, al mojarse, se hinchaban y presionaban la piedra hasta resquebrajarla.
El templo de Kom Ombo, dedicado a Horus y a Sobek (dios cocodrilo), conformado por dos santuarios gemelos con altísimas columnas, sorprende por sus bellos bajorrelieves. Allí también puede entenderse el funcionamiento del “nilómetro”, sistema que servía para medir el nivel del río y sus inundaciones y, consecuentemente, estimar los impuestos.
El barco continúa su suave travesía en un paisaje que cautiva. La siguiente parada es el Templo de Edfu, construido en honor a Horus –el dios halcón– entre los años 237 a.C. y 57 d.C. y oculto bajo la arena del desierto hasta 1860, cuando fue descubierto por el arqueólogo Auguste Marriette.
Tras atravesar la Gran Represa mediante un sistema de exclusas se llega a Luxor, la antigua Tebas, donde se encuentra la mayor cantidad de monumentos históricos de la antigüedad. Fue un centro de actividad política y religiosa desde el periodo predinástico (4000 a 3000 a.C.) cuyo apogeo comenzó cerca de 2050 a.C. durante la XI dinastía, permaneciendo como capital del Antiguo Egipto durante unos 1500 años.
En medio de la ciudad, una avenida de esfinges con cabeza humana lleva hasta el imponente templo, enmarcado por un enorme obelisco. Fue levantado durante el reinado de Amenofis III (1414 a 1397 a.C.) y luego ampliado por Tutankamón, Ramsés III y Alejandro Magno.
A la mañana siguiente, bajo una tenue luz lila, nos esperaba otro espectáculo mágico: ver nacer el sol detrás de la larga fila de columnas del templo de Karnak, enmarcado tras las siluetas de dos obeliscos. Este enorme museo a cielo abierto es considerado el centro religioso conocido más antiguo del mundo, y es el segundo lugar más visitado de Egipto después de las pirámides de Giza.
Cuentan que en este sitio Amón Ra –creador del universo– dio origen a todos los seres y las cosas luego de crearse a sí mismo; y que el mismísimo dios residía en el interior del templo guardado por sacerdotes. La fuerza física y la fecundidad del dios se representan en una larga fila de esfinges con cuerpo de león y cabeza de carnero sobre las cuales, como un regalo de éstas u otras divinidades, vemos flotar levemente algunos globos aerostáticos de colores.
Por sus altísimas columnas, sus obeliscos, la profusión de jeroglíficos tallados más hondo en la piedra; por su amplitud inabarcable, las delicadas pinturas que persisten en sus techos, las esculturas de escarabajo y los incontables trozos de piedras rotos por el tiempo y el viento, Karnak es quizá uno de los sitios que más impresiona.
FARAONES Y COLOSOS.
En los valles de los Reyes y las Reinas, las tumbas de los faraones se escondían disimuladas bajo colinas de arena y piedras. Las entradas son estrechos túneles que penetran en interiores oscuros. No obstante, casi todas ellas fueron saqueadas. La de Tutankamón es la excepción más celebre. Para resguardarlos de la profanación, los sacerdotes volvieron a enterrar los cuerpos momificados de los monarcas en escondites de los alrededores del valle. Para la historia quedaron las delicadas y coloridas pinturas dentro de las moradas fúnebres: sus colores parecen no haber sufrido con el paso de los siglos y su belleza se conserva inalterada, obligando al asombro.
El Templo de Hatsepsut da la impresión de estar esculpido en la roca de una altísima meseta, o de recostarse sobre su pared casi plana con sus tres terrazas dominadas por una gran rampa. Sus líneas modernas, casi futuristas, son el legado de una mujer amante de la cultura y las artes, que gobernó los destinos de Egipto durante 30 años.
Cerca de allí, en la orilla oeste del Nilo, pueden visitarse los Colosos de Memnón, que custodiaban el camino al templo funerario del faraón Amenohotep III. Las dos figuras de más de 15 m., talladas en un solo bloque de piedra arenisca, sufrieron las consecuencias del terremoto del año 27 a.C. Cuentan que esas grietas dieron origen a la leyenda del oráculo de Memnón que, cada amanecer hacía extraños ruidos interpretados como consejos por célebres personajes del período ptolomeico. Para ganarse el favor de los colosos, el emperador romano Septimio Severo ordenó restaurar las rajaduras, terminando así con el canto profético de la estatua.
De vuelta en El Cairo, una buena despedida es volver a Giza para ver un espectáculo de luz y sonido en las pirámides que, en un didáctico y conmovedor resumen, narra la historia del antiguo Egipto y hasta hace hablar a la esfinge.
Los jeroglíficos de la historia
Cómo llegar: no existen vuelos directos. Las rutas más habituales y convenientes por su conectividad son desde Madrid o Roma.
Visa: se requiere un visado que se tramita en el destino (solo hay que comprar una estampilla) con un valor de US$ 30. Además, es necesario tener pasaporte con una validez mínima de seis meses.
Clima: Egipto tiene una estación cálida (de mayo a septiembre) y una fría (de noviembre a marzo). En los desiertos se registra una gran amplitud térmica que puede ir desde los 46ºC durante las horas de sol a los 6 ºC después del atardecer, y en invierno caer por debajo de los 0º C. Se considera que la mejor época para visitar el país es en primavera (de marzo a mayo) o en octubre, aunque los meses de invierno son también una buena alternativa.
Moneda y formas de pago: la moneda oficial es la libra egipcia (1 US$ = 6 libras egipcias) aunque el dólar estadounidense y el euro son ampliamente aceptados. Conviene tener en cuenta que en Egipto todos los precios se regatean. Aunque no hay normas, se puede considerar que el monto a pagar debería ser igual o menor a la mitad del primer precio que ofrezca el vendedor.
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