Esta historia comenzó con grandísimas expectativas: las de dos pequeños rubios: mis hijos, uno de cuatro y otro de siete años. Y también comenzó con grandísimas expectativas de sus padres: teníamos por delante cuatro días de inesperada aventura, en los todo debía salir acorde a lo mentalmente planificado: el viaje en avión, el clima, los traslados, el alojamiento y las excursiones. Cuatro días de abrupto corte de la rutina en los que decidimos herir de muerte al asfalto citadino con una regia escapada a los intensos y vitales verdes y rojizos de Misiones. Allí nos aguardaba una bella incursión a las Cataratas del Iguazú y toda su exuberante naturaleza.
Zigzagueante (y gratificante) aventura en familia
En un abrir y cerrar de ojos, el automóvil que nos trasladaba abandonó la ruta para entrometerse en zigzagueantes caminos dentro del monte misionero. Tras un breve lapso, se desplegó ante nosotros la primera experiencia sensorial: habíamos arribado a La Cantera Jungle Lodge, un coqueto lodge de selva localizado en la Ruta 12, Km. 5, a 17 km. de las Cataratas del Iguazú.
Con las primeras reacciones de los pequeños rubios, mi esposa y yo comenzamos a disfrutar y a relajarnos. Los niños no daban crédito a lo que se desplegaba frente a sus ojos: toda esa selva que rodeaba al lodge, tan copiosa e invasiva, esos alguaciles como pequeños aviones, esos grillos de patas tan largas; un estampido de vida difícil de controlar.
El recorrido por las pasarelas que conducían a las habitaciones era, en sí mismo, una invitación a la abstracción, un “cuelgue” permanente de esa explosión de naturaleza. Así de armonioso se concretó nuestro bello aterrizaje en territorio misionero. Pero no todo fue color de rosa.
LA AVENTURA RECIÉN COMIENZA.
Al día siguiente, la familia unida partió rumbo a su primera gran aventura, que era nada más ni nada menos que tocarle la campanilla a la Garganta del Diablo. Para ello, tras ingresar al Parque Nacional Iguazú, los cuatro iniciamos un recorrido a pie desde la denominada “Estación de la Selva”, que penetra alrededor de 1.100 m. –por pasarelas seguras y absolutamente planas– en un bello entorno natural signado por el río y sus pequeñas islas de selva.
Mala de los papis: una mochila pequeña con una botella pequeña de agua mineral y un pequeño paquete de galletitas dulces no alcanzan para satisfacer el grandísimo fastidio de dos niños cansados de caminar.
A los 500 m. de recorrido, el paquete de galletitas estaba por la mitad, al igual que la botella de agua. Personalmente, imaginaba la catástrofe que se desataría en la próxima media hora.
Continuamos el derrotero, en medio de ese silencio selvático sólo atravesado por el lejano bramido del gigantesco salto de agua. ¡Ahijuna con la diferencia en nuestros rostros!: mi compañera y yo, felices por esa inmersión tan potente en el verde selvático; nuestros niños, con sus semblantes surcados por un leve rictus de fastidio y enojo mezclados con cansancio.
El final del recorrido, en el balcón, nos enfrentó a nosotros, los adultos, a un momento mágico y único, contemplando esa enorme muralla de agua y vegetación de más de 80 m, ubicada en la frontera entre Argentina y Brasil. Inversa y descomunalmente proporcional a nuestra fascinación se abría paso el malhumor de los rubios, con sus quejas y alaridos: “¡Estoy cansadoooo… ¿Cómo que se terminó el agua?... ¿Me das otra galletita?... ¿Cómo que se terminaron también?... Me estoy mojandooo…”. Como pudimos, los papis logramos abstraernos de semejante bochinche, y nos dejamos atravesar por esa maravilla natural llamada Garganta del Diablo.
Gran lección: si usted tiene un hijo o hija de tres años o menos, asegúrese de proveerse de un cochecito plegable de bebé para los momentos de cansancio. Para niños de cualquier edad, asegúrese de llevar, dentro de su gran mochila, agua, galletitas, sanguchitos de jamón y queso, gaseosas, chupetines, churro-bolita-churro, tablet y hasta una consola de videojuegos, de modo de acallar a las fieras en semejante momento de contemplación y relax.
Tras abandonar el estado de trance en que nos encontrábamos los adultos, emprendimos la retirada. Ya sobre el principio del camino, el asombro nos desfiguró la cara: aquellos niñitos quejosos-por-todo quedaron fascinados con un charquito formado en la tierra colorada, sobre el cual revoloteaban cientos de mariposas amarillas. Caras largas en la Garganta del Diablo, sonrisas y asombros en el ínfimo espejo de agua con mariposillas (“¿Y si los dejo aquí, vuelvo a contemplar toda esa belleza de un pique, y regreso en 20 minutos? No, querido papi, sosegate, son niños.”).
CADA VEZ MEJOR Y MEJOR.
Al tercer día, la historia fue otra. Ni bien ingresamos al Parque Nacional Iguazú, abordamos el Tren Ecológico de la Selva. Se trata de una formación propulsada a gas licuado de petróleo (no contaminante) y, como es abierta, resultó ideal para que los pequeños rubios comenzaran a tomar contacto con la selva, sus verdes, su espesura, sus olores y su constante murmullo de saltos de agua. Cuenta con una capacidad mínima de 150 pasajeros por viaje, y su uso es gratuito, ya que el boleto está incluido en la entrada al parque.
La primera parada del tren fue la Estación Cataratas, adonde descendimos para emprender el primero de los recorridos, el Circuito Superior. Este paseo de 650 m. de largo bordea el filo de las caídas de agua, y permite observar desde arriba los saltos Dos Hermanas, Chico, Ramírez, Bossetti, Adán y Eva, Bernabé Méndez y Mbiguá, deteniéndose en miradores que se asoman a increíbles vistas panorámicas.
Luego vino el momento de recorrer el Circuito Inferior, de alrededor de 1.700 m., que permite obtener postales de los saltos de agua por la parte de abajo de las cataratas, cerca de la rompiente. Con una canícula que pegaba fuerte a esa hora, todo fue una fiesta durante esta parte del recorrido, ya que en muchos tramos los saltos de agua salpican profusamente a los caminantes, y nosotros no fuimos la excepción.
Obviamente, y luego de la larga caminata, aterrizó la temida pregunta: “Papá, ¿volvemos al trencito? ¡Daaaleee, que el trencito está buenísimo, basta de ver taaanta agua!”.
UN AS EN LA MANGA.
Tal como lo comprobé en esos cuatro días, las largas caminatas en entornos de calor constituyen una combinación mortal para los “peques”. Por ello siempre es bueno contar con un as en la manga que nos permita dar un auténtico “volantazo” en el recurrente tema del cansancio. Es aquí donde entra en escena el BioCentro Iguazú, sobre la Ruta 12, que cuenta con un increíble mariposario y orquideario, sumados a una espectacular colección de serpientes de la región, además de un tortuguero con ejemplares de tierra y agua. Completan la muestra un reptilario con iguanas, y un cocodrilo de dos metros de largo y cara de pocos amigos.
Durante el paseo por el BioCentro, usted podrá comprobar por sus propios medios cómo es una real cara de asombro en un niño: ojos bien abiertos, en consonancia con una boca en forma de “O” gigante, expresión que seguramente continuará durante la siguiente hora y media del recorrido. Para finalizar, y que súbitamente papá se transforme en “el rey de los niños”, nada mejor que saborear riquísimas y gigantes hamburguesas en el restaurante de El Pueblito Iguazú - Hotel Temático, lindante con el BioCentro.
Así de zigzagueante y gratificante resultó la experiencia de haber visitado las Cataratas del Iguazú en familia. A todos por igual nos sorprendió tanta exuberancia de flora y fauna (esos árboles y plantas de gran magnitud; los coatíes, los lagartos, los monos; las mariposas que triplican en tamaño a las pocas que revolotean por las grandes ciudades). Por supuesto, y a pesar de las señales de fastidio in-situ, los niños regresaron a casa con una sola idea en mente: “Papá, ¿cuándo volvemos a las Cataratas?”.
Recuerdo que a cada regreso de nuestras visitas a las Cataratas del Iguazú le seguían los insistentes reclamos de los niños por volver rápido a La Cantera “antes de que se haga de noche así vamos a la pile”, culminando cada jornada con momentos de relajación mezclados con diversión en familia.
Pero lo realmente bravo aconteció la última noche. Regresamos de nuestro último paseo; mientras mi compañera tomaba un baño, yo me recosté a leer un libro. Nuestros hijos jugaban en la inmensa habitación contigua a la nuestra. En mi estado de amodorramiento, escuchaba pequeños ruidos –algo así como “pssss, psssss”–, seguidos de contagiosas risitas. Hoy supongo que entre uno y otro “pssss” pasaban alrededor de cinco minutos.
Al día siguiente, a la hora de hacer el check-out, el empleado de La Cantera a cargo del front-desk me pone en conocimiento de nuestros gastos en la habitación: la friolera de $ 500 sólo en bebidas sin alcohol extraídas del frigobar. “¡Pero si habremos tomado dos gaseosas, nomás!”, intenté defenderme, y enseguida observé cómo nuestros dos enanos se tentaban de risa y tapaban sus bocas con sus manitos.
–Simón, Manu, ¿fueron ustedes?
–Sí, papi –dijo Simón, y volvió a reír.
–Pero, ¿dónde pusieron las latitas y las botellas?
–Debajo de nuestra cama…
¿Los reprendemos o los llenamos de besos? Como siempre, con mi compañera optamos por lo segundo.
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