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Costa Rica: bienvenidos y ¡pura vida!

El saludo que brindan los costarricenses, "¡Pura vida!", constituye la mejor definición de lo que encontrará el visitante en estas tierras. Selvas cerradas, bosques nubosos, playas de gran belleza, volcanes y abundante fauna conforman el enorme catálogo que tiene Costa Rica para mostrar.

Ante la mirada obstinada sobre mi bolso, preferí no alejarme y estar atenta ante cualquier movimiento. Se acercó por detrás, pero reaccioné con rapidez y me alejé unos metros. De pronto, y en tan solo un segundo, se produjo el batacazo: bajó uno de atrás de un árbol hasta la arena y se llevó el motín. Agazapados, los otros fueron por su parte. Me quedé azorada, tanto como la persona que sufrió el robo. Lo insólito es que el hecho fue perpetrado por una manada de monos cariblanca que habitan el Parque Nacional Cahuita, al sureste de Costa Rica.


En este país donde la naturaleza es sumamente prolífica es común toparse con monos cariblanca y aulladores, coatíes, ardillas, iguanas, perezosos, serpientes, cangrejos, lagartijas, tarántulas, cerdos salvajes... La variedad de especies es tal como sus paisajes, los cuales se brindan al visitante sin recelo y como parte de una experiencia que es única, sobre todo para quienes habitamos en las junglas de cemento.


Por eso, una vez arribada a San José de Costa Rica, y tras el saludo de rigor "Pura vida" que me prodigaron los lugareños, decidí huir por las autopistas para internarme en senderos menos transitados que me llevaran a sitios apartados. A 40 minutos de la capital el paisaje transmuta radicalmente: el sol radiante que no daba tregua desapareció para dar paso a un cielo cubierto de nubes bajas y una llovizna permanente. Estoy en el Parque Nacional Braulio Carrillo, que protege un bosque nuboso en las alturas y lluvioso en las cotas más bajas. Con temperaturas mucho más frescas, el lugar merece una visita para recorrer sus senderos y descubrir algunas de las 500 especies de aves o de 1.250 mamíferos. También es posible tomar el teleférico que se desplaza sobre las copas de los árboles.


La travesía continúa por el valle central, y casi sin tener un rumbo preciso llego a Sarapiquí, un paraje alejado de todo, jalonado por pequeños ríos, puentes colgantes y grandes porciones de tierra bien verde. Me alojo en Sueño Azul, una reserva natural donde se pueden hacer actividades en contacto con la naturaleza, como cabalgatas, caminatas hacia una cascada o la visita a un mariposario. Prefiero relajarme a la vera del río, a pocos metros de la habitación, contemplando las tortugas de agua y las lagartijas que se escabullen ante la mirada de extraños.


Me voy hacia el Parque Nacional Volcán Poás, en cuyo trayecto me encuentro con un grupo de coatíes muy amigables. Este sitio de interés se encuentra a 50 km. de San José y se arriba en auto, pero el último tramo se hace caminando. El frío y las nubes no me amedrentan y, gracias a la suerte de principiante, el cráter se dejó ver por un segundo. Lo bueno dura poco, pero vale la pena, pues la imagen de un volcán activo es casi surrealista. Y sobre todo cuando desde el mirador tengo la enorme caldera a mis pies (unos 1.320 m.), en cuyo interior descansa una laguna de un color que vira del verde furioso al turquesa, tonalidades que son producto del azufre y la mezcla de ácidos. El paisaje se completa con una serie de fumarolas que nos recuerdan que este sitio está en plena ebullición.


Como el Arenal, que se erige al noroeste, el cual exhibe su imponente figura desde lejos, mostrando sus bondades desde todos los ángulos. A sus pies yace el lago homónimo de origen artificial, flanqueado por praderas donde se ven pastar vacas y caballos. El hotel que elijo (Arenal Vista Lodge), algo alejado del poblado, por caminos de tierra un poco complicados pero bellos, tiene una vista privilegiada de todo el paisaje, además de asegurar una estadía relajada.


"Zona de alto riesgo volcánico, entra al parque bajo su propia responsabilidad" reza un cartel y, al fondo, se destaca imponente el volcán con un halo de humo coronando su cima. Más adelante, tras un recorrido a pie por el sendero de las heliconias, lo escucho tronar en el silencio del entorno. Y desde el mirador puedo avizorar algunas líneas de lava y oír caer los peñascos. En otro sendero se aprecian las huellas del gigante en épocas pasadas, en 1992, aunque la más fuerte fue la de 1968, cuya erupción diezmó a la población de la localidad cercana de Tabacón.
Cerca de allí están los puentes colgantes, un atractivo que se repite en varios sitios de Costa Rica, casi como el canopy. Es una forma diferente de apreciar la selva, por senderos que en ocasiones se abren paso a 45 m. de altura y varios con puentes colgantes.

PLAYAS A LA VERA DE LA SELVA.

Decido que es momento de relajarse en el mar Caribe, así que tomo rumbo sureste hacia Cahuita. Como anticipo de lo que encontraré en esta zona, en el trayecto -que es bastante largo- me sigue un rastafari que mueve su cabeza al ritmo sincopado de un reggae. Aquí predomina la cultura antillana, los rostros morenos con sus dreadlocks, el ritmo de vida pausado, las bananas fritas y la música de Bob Marley. Es que con el crecimiento de las plantaciones de plátanos llegaron los jamaiquinos.


Cahuita poco se parece a las islas del Caribe en donde afloran los grandes resorts que se abren a playas paradisíacas. En cambio es un pueblo pintoresco jalonado por una calle principal que corre paralela al mar, la cual no está asfaltada y, además, se quiebra en miles de baches. La velocidad máxima es 20 km. por hora, de manera que es más simple la caminata que andar en auto. Los hoteles son pequeños y rústicos, algunos de madera y coloridos, tan caribeños como encantadores. La playa, en tanto, tiene arena gruesa y un mar agitado que no alberga peces de colores. Pero la naturaleza de Cahuita regalará otras sorpresas.


Llego a la medianoche casi a tientas, por un camino de curvas y contracurvas, sin iluminación ni traza definida. Me alojo en Ciudad Perdida Eco Lodge, donde muy amablemente Julia me recibió en el lobby, en cuyas vitrinas se dejan ver ejemplares enormes y, para nosotros, inusuales de cascarudos. Luego me entregó una linterna y me previno sobre la existencia de serpientes, sobre todo por la noche. Sin embargo, lo que escuché fue una seguidilla de voces guturales que gritaban a lo lejos hasta bien entrada la mañana. Serían los gallos de estas latitudes: los monos aulladores, cuyos bramidos se deben a una cuestión de poder territorial.


A pocos metros de allí se encuentra el umbral del Parque Nacional Cahuita, un sendero que corre paralelo al mar, enmarcado por una selva espesa que también contiene manglares, pequeños riachos y abundante fauna. Acompañada por un guía baqueano que conoce el lugar al pie de la letra, me muestra algunos ejemplares que son muy huidizos o, simplemente, están reposando bajo algún arbusto. Como las dos serpientes oropel que vi, una amarilla enroscada en las ramas de un árbol, y la otra rosada, enmarañada en los tallos de las plantas. Me cuenta que están haciendo la digestión, la cual se puede prolongar varios días... mientras que no se despierte para comer ahora... También oteamos en lo alto de un árbol la figura de un perezoso que, fiel a su nombre, desciende por el tronco a un ritmo enlentecido. Mariposas azules que se cuelan entre los caminantes, lagartijas que se escurren rápidamente y cangrejos que construyen sus cuevas en la arena, son algunas de las especies que descubrimos.


Al término de la travesía, me relajo en la playa y contemplo de cerca a los cangrejos ermitaños, aquellos que toman prestado por casa un caracol y se desplazan con él sobre sus cuerpos. Si bien el agua es cálida, viene bien para refrescarse, sobre todo en estos parajes donde el calor tropical se hace sentir con fuerza.

PACIFICO TOP.

El Pacífico adquirió otra fisonomía: con resorts, condominios de lujo y una importante movida, se perfiló como un destino frecuentado por viajeros de alto nivel. Allí hay playas para todos los gustos. Por ejemplo, al norte despunta Bahía Bolaños, con Jobos como balneario más importante y más tranquilo; más al sur está Playa Hermosa, algo más bulliciosa, con aguas cálidas y arena oscura; Tamarindo, con aire suntuoso; o Playa Carrillo, elegida por los costarricenses que llevan su comida y hacen picnics junto a las palmeras. Allí no hay que perderse el atardecer, un espectáculo que muchos disfrutan en la primera fila junto al mar.


Pero el sitio más conocido y más bello es el Parque Nacional Manuel Antonio, porque constituye una síntesis perfecta de todo lo que ofrece Costa Rica. Ubicado en el Pacífico central, despliega playas de arenas blancas y aguas cristalinas enmarcadas por una selva espesa que puede visitarse a través de los múltiples senderos. Si bien este sitio es muy concurrido, también atesora espacios para gozar en soledad.
Desde Espadilla Sur, una de las cuatro playas del parque, se asciende por un camino que penetra en el bosque y donde se asegura el avistamiento de monos cariblanca -esos que roban comida-, coatíes, loros, guacamayos, iguanas y perezosos. Del otro lado se recuesta la playa Manuel Antonio, pequeña y bonita, en cuyo arrecife coralino es posible practicar buceo.

AL NATURAL.

Bien definido por su propio nombre, Monteverde derrocha naturaleza entre pequeñas lomadas, caminos sinuosos, ambientes bucólicos y un clima alpino. Allí visito la reserva Santa Elena, que protege al bosque nuboso, cerrado, y donde se pueden apreciar algunos ejemplares de la vida animal. Claro que siempre que voy con un guía, éstos se aprecian mejor. Esta vez me acompañó durante toda la travesía un pecarí, que a primera vista me asustó un poco, pero después nos dimos cuenta que estaba familiarizado con la gente.La propuesta de la noche es tentadora y está en sintonía con lo que vengo disfrutando. Se trata de un paseo por la reserva para apreciar el mundo natural desde una nueva perspectiva. Mientras que la vista pasa a un segundo plano, los sonidos adquieren protagonismo. Se los escucha a los grillos que baten sus alas para producir el ruido característico con la finalidad de atraer a sus parejas. Vimos algunos seres vivos con hábitos nocturnos, como la tarántula, que agazapada en su cueva espera capturar algún insecto desprevenido. Y apreciamos a una pareja de tucanes que duermen juntos como buenos monógamos. El guía me cuenta del perezoso que sólo baja de las copas de los árboles una vez por semana porque tiene pavor del resto de los seres vivos y además como se alimenta de hojas tiene poca energía. Y el colibrí que en una hora puede polinizar hasta 2 mil flores... Me despido del destino con un ¡pura vida!, entendiendo bien el significado del saludo, y hasta la vuelta.

LLEGAN LAS TORTUGAS.

El Parque Nacional Marino Las Baulas, en el Pacífico, es el principal centro de nidificación de las tortugas laúd, que acuden a desovar a la playa Grande. Generalmente lo hacen en las noches de octubre a mayo, sobre todo con la luna llena. Con guías locales, es posible presenciar semejante espectáculo natural. Este lugar ofrece a los quelonios un rápido acceso a la costa desde aguas profundas.
Otro sitio para contemplarlos es el Parque Nacional Tortuguero, en el Caribe, donde se pueden ver tortugas carey, laúd o verdes, que acuden a la orilla entre febrero y octubre.

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