Hace más de 80 años los hermanos Angenmeyer decidieron abandonar su Alemania natal, allá en el lejano y frío norte de Europa, para descubrir un tesoro al otro lado del mundo: las Islas Encantadas.
Así las había denominado Fray Tomás de Berlanga en un desembarco fortuito en el siglo XVI, aun en clara discordancia con su primera opinión sobre las islas: “No valen nada”, le escribió al rey Felipe V de España.
No se llevó la misma impresión Charles Darwin, 300 años después, que se alojó en Galápagos para darle las puntadas definitivas a su teoría evolutiva de las especies.
Tampoco los hermanos Angenmeyer. En 1932, en un barco capitaneado por Gus, los expedicionarios desembarcaron en Baltra, donde lo único que se contaba como vida humana eran unos gringos importados de Estados Unidos que se debatían entre la soledad y la depresión en una base militar.
La historia la cuenta Teppy, hijo de Gus y uno de los primeros isleños nativos, aunque con triple nacionalidad: la alemana, dada por la sangre paterna; la ecuatoriana, por la situación geográfica y la sangre materna; y la estadounidense, por la base militar.
TORTUGAS.
Cuando los Angenmeyer desembarcaron en Baltra, el Parque Nacional Galápagos no existía. Tampoco las reglas que hay que cumplir una vez que se pisa su jurisdicción, es decir el 97% del archipiélago. El decálogo indica, entre otras negativas: no tocar nada vivo, no recolectar nada, no fumar, no llevar alimentos, no tomar fotografías con flash, no acercarse a menos de dos metros de los animales.
Baltra es la antesala de la isla Santa Cruz, y algo así como el silencio de un buen orador antes de disparar la consigna final.
Pastos bajos, amarillos, un horizonte diáfano y el azul intenso de un mar que aparece y desaparece al ritmo de las breves ondulaciones del terreno.
Tras un breve viaje en ferry, ya en Santa Cruz, comienza la Galápagos de las guías de viajes.
El clima parte en dos a esta isla, la más grande y poblada del conjunto de 13 mayores, seis menores y 107 islotes que componen el archipiélago. Al norte reina el sol, los cactus y los bosques de palo santo.
Al sur, las lluvias frecuentes dan vida a un paisaje opuesto. La vegetación frondosa, los humedales y las hierbas frescas constituyen el ambiente adecuado para las tortugas Galápagos.
La visita a la Finca Primicias, donde viven 4 mil ejemplares de tortugas de la subespecie Nigrita (hay 11 tipos diseminadas en todo el archipiélago), es una de las primeras excursiones del itinerario, arriesgando la posibilidad de que la capacidad de sorpresa del visitante se agote en las primeras horas.
Una colega escribió que había un aire a Jurassic Park en Galápagos. Es innegable. De hecho, uno está todo el tiempo esperando que el T-Rex se despierte de su letargo.
Pero no hay tal personaje y el único letargo –aunque aparente– es el de las tortugas.
Anacrónicas como pocas, estas tortugas alcanzan dimensiones insospechadas. Las hay de hasta 1 metro y medio de diámetro y 400 k. de peso. Su cara, como dice el aventurero personaje de Edgar A. Poe, es similar a la de una serpiente, pero su carácter es absolutamente disímil. De hecho, estos animales pueden pasarse la tarde pastoreando y no se inmutan ante la presencia de los turistas, que acechan con sus cámaras fotográficas. A lo sumo esconden su cabeza en el caparazón, emitiendo un resople de aire parecido al de un bandoneón.
A fuerza de proclamas, el guía intenta sacar al cronista de un mundo fascinante y devolverlo a la realidad.
Para lo que resta del día quedará una caminata por un río subterráneo de lava generado por corrientes de magma que surcaron la tierra a más de 1.000 ºC. También la visita a dos inmensas depresiones en el terreno, algo así como unos cráteres –Los Gemelos, se llaman– de 80 m. de profundidad y hasta 130 m. de diámetro generados hace unos 3 millones de años.
IGUANAS.
De apariencia gótica, las iguanas marinas constituyen la especie de mayor antigüedad en el conjunto de las islas. Se supone que llegaron a la zona cuando las Galápagos empezaban a emerger a la superficie producto de violentas erupciones volcánicas, e incluso antes.
Estos animales herbívoros, negros como las piedras basálticas que dominan el paisaje, se mueven en grandes grupos que alternan su permanencia en el agua y en los siempre húmedos manglares.
Dominan las costas de la playa Tortuga Bay, donde contrastan con el blanco de la arena y se dejan ver buceando en las transparentes aguas del Pacífico.
Una larga caminata por esta isla permite transitar a pocos centímetros de las colonias de iguanas marinas, pero también transitar por un surrealista bosque de cactus de hasta tres metros de altura hasta concluir en una playa de arena finísima y agua cálida.
Cada especie de las Galápagos es un ejemplo en vida de la evolución y adaptación a las condiciones ambientales.
Las iguanas marinas tienen sus parientes terrestres. Son éstas un poco más grandes y de una tonalidad amarilla, han desarrollado patas traseras fuertes sobre las que se paran para alcanzar las zonas más húmedas de los cactus, ricos reservorios de agua dulce.
CRIATURAS MARINAS.
Teppy Angenmeyer y sus hermanos se criaron jugando con los animales. “No había más niños en la isla. No candy, no chocolates, no juguetes. Nuestro juego era bucear con lobos marinos y comunicarnos con los pingüinos.”
En la actualidad ya casi no quedan pingüinos en las islas Galápagos, pero sí lobos marinos, petreles, fragatas, piqueros de patas azules, gaviotas y otras aves marinas, especies que se pueden visitar en las islas Seymour y Mosquera.
Seymour es una isla para caminar, y en ese andar asombrarse con la realidad fantaseada que caracteriza a todo el conjunto de las Galápagos.
Allí moran y anidan los piqueros de patas azules, famosos por el nombre que los define. Verlos recortados por la geografía pedregosa de la isla o contrastados con el mar turquesa es un verdadero espectáculo. También están las fragatas. Los machos de este tipo de aves practican un ritual particular para atraer a las hembras. Inflan sus pechos colorados y pían un sonido gutural desde sus nidos recién construidos. Por encima de ellos sobrevuelan las hembras, que eligen desde las alturas al mejor arquitecto. Cuando creen encontrarlo se lanzan ante el reclamo de los machos. La ingeniería del nido será el principal motivo para el éxito o el fracaso del macho constructor.
Mosquera, por su parte, es el reino de los lobos marinos. Hay que navegar unos pocos minutos desde Seymour para llegar a este islote. Desde la lejanía ya se pueden observar los mamíferos; los delata su pelaje negro, que choca contra la más blanca de todas las playas de arena de las Galápagos.
Como toda la fauna de las islas, los lobos marinos no se inmutan ante la presencia y el bullicio humanos, incluso las crías parecen querer establecer una relación lúdica con algunos de los visitantes. Aquí el miedo no media entre las especies endémicas y el hombre. Los animales no tienen depredadores naturales en las islas, y los hombres tampoco son considerados una amenaza, de allí el comportamiento cuasi fraternal de la fauna de Galápagos.
Quedará otro ejemplo más de esta confianza, el último quizás de un viaje donde la fantasía y la realidad no son categorías contradictorias. Será en la playa de Bachas y bajo el agua, entre peces loros, rayas y tortugas marinas que conviven sin perturbarse con seres extraños, vestidos con tubos, antiparras y patas de ranas.
Galápagos: las islas de la realidad fantaseada
Las islas Galápagos, ubicadas 1.000 km. al oeste de Ecuador, constituyen un destino exótico fascinante. Tortugas gigantes, iguanas marinas y terrestres, piqueros de patas azules y personajes dignos del lugar, como los Angenmeyer, forman parte de un viaje donde la fantasía y la realidad se complementan en cada paso recorrido.
FUNDACION DARWIN
Desde 1959, la Estación Científica Charles Darwin se ocupa de estabilizar el ecosistema y preservar las especies que habitan en todo el archipiélago. Incluso posee un centro de reproducción de tortugas en el que el personaje más famoso –imagen del merchandising del destino– es el Solitario George, último ejemplar de tortugas de la isla Pinta al que se lo invita, hace más de 30 años, a aparearse con hembras de otra especie para dar continuidad al linaje. Sin embargo, el “solitario” le hace honor a su apodo, y obstinado en su decisión de llevarse la casta a la tumba no logra generar descendencia.
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