Inicio
Cultura
Sudamérica

Los sonidos del silencio

Cuando nos enfrentamos a la naturaleza, sentimos la extraña sensación de ingresar a otro mundo, incluso a otra dimensión. Quizás parezca exagerado, pero al menos así me ha ocurrido en diversas oportunidades.

Para aquellos que vivimos en la gran ciudad -dividiendo nuestro tiempo entre subtes, ascensores, oficinas, colectivos y departamentos-, la naturaleza se nos aparece como algo prácticamente inconcebible. Cuando nos enfrentamos a ella, sentimos la extraña sensación de ingresar a otro mundo, incluso a otra dimensión. Quizás parezca exagerado, pero al menos así me ha ocurrido en diversas oportunidades.
La última fue en el Parque Nacional El Leoncito, ubicado en el departamento sanjuanino de Calingasta.
Pasar de un ascensor al lomo de un caballo ya es bastante para el hombre urbano. Pero si a eso se le suma un recorrido que culminó a más 2 mil metros de altura, la experiencia resulta más que reveladora.
Después de un sabroso asado al aire libre -otra extravagancia para el bicho de ciudad-, iniciamos la cabalgata cruzando un pequeño río y comenzando el ascenso por la precordillera cuyana.
A medida que avanzábamos acompañados por los guías, el silencio se iba corporizando y uno tenía la oportunidad de apreciarlo en toda su plenitud. A lento galope, mientras íbamos descubriendo colores y formas, recordé una frase del músico Robert Fripp: “El silencio no es ausencia; es presencia de silencio”. Nunca más certera dicha afirmación.
Durante el trayecto, envueltos en esa divina mudez, tuvimos la oportunidad de ver a algunos escurridizos cuices cruzando la fila y escabulléndose en sus pequeñas cuevas al costado del camino.
Una vez en la cima, después de doblar hacia nuestra izquierda, la gran sorpresa, el infinito asombro: a lo lejos, cortando el horizonte, la imponente y eterna cordillera de los Andes. Imposible encontrar las palabras para describir tal contemplación. Y como si fuera poco, mirando hacia abajo, hacia nuestro lejano punto de partida, el paisaje cobraba una insólita forma cóncava conformada por cielo, llano y montaña que provocaba la pérdida de toda noción “real” del lugar.
En ese estado de ensueño, como si hubiéramos sido víctimas de una alucinación, emprendimos el descenso.
Hoy, unos cuantos meses después de aquella tarde, todavía no he podido recuperarme de la conmovedora belleza de esa zona de la provincia de San Juan.
Ni de aquel silencio único, que pronunciaba en el aire la esencia de la Naturaleza.

Deja tu comentario